FRANCISCO VALCARCE
«El cementerio de automóviles», de Fernando
Arrabal. Palacio de
Festivales de Cantabria. Festival Internacional de Santander.
Centro
Dramático Nacional. Intérpretes: Carmen Belloch,
Paco Maldonado, Juan Gea, Beatriz Argüello, Alberto Delgado,
Juan Calot y Roberto Correcher.
Composición musical: Mariano Marín. Vestuario:
Javier Artiñano.
Iluminación: Luis Martínez y José Luis Alonso.
Ayudante de dirección:
Ignacio García. Dirección: Juan Carlos Pérez
de la Fuente.
Fernando Arrabal es, sin duda, uno de los grandes nombres
de la literatura
dramática universal, no sólo española, del
siglo XX. Títulos como «El
triciclo», «Pic-Nic», «Fando y Lis»,
«Laberinto», «Oración», «El
cementerio de automóviles», «Ceremonia para
un negro asesinado», «Los dos verdugos», «El
arquitecto y el emperador de Asiria», «La balada
del tren fantasma», «Oye Patria mi aflicción»
o «El rey de Sodoma» forman parte ya de la historia
de nuestro teatro. Si a ello se añade su singular personalidad,
sus delirios místicos y su capacidad transgresora y provocadora,
un estreno suyo ha de ser, obligadamente, un acontecimiento artístico
de primera magnitud. Mérito que ha de atribuirse a los
responsables culturales correspondientes y, sobre todo, a Juan
Carlos Pérez de la Fuente que, desde su puesto de director
del Centro Dramático Nacional, viene realizando una apuesta
por la dramaturgia española como jamás se había
efectuado desde esa institución. Justo es destacar, entonces,
que el primer teatro público del país recupere
la figura señera de Arrabal, ausente de él desde
hace diecisiete años (que no de los escenarios españoles,
como equivocadamente ha entendido un sector de la prensa, en
sintonía, quizás, con algunos autores que sólo
se sienten estrenados si lo hace el C.D.N.). Obra escrita en
1957 y estrenada en el 61, muestra un universo moribundo presidido
por la ausencia de valores y por la imposibilidad (o, al menos,
la serias dificultades) de comunicación. Se trata de la
exposición de un mundo al borde la desintegración,
en el que se aborda un discurso que gira, sobre todo, en torno
a la represión, acompañado de una serie de elementos
oníricos, surreales o de naturaleza intelectual que conectan
tanto con una iconografía hispana como con una simbología
del ser humano.
Por otro lado, es destacable el paralelismo planteado con
contenidos
religiosos. Emanu, uno de los personajes protagonistas, es claramente
Emmanuel (Jesucristo), que es traicionado con el beso de un compañero
(Judas) y flagelado y crucificado en una motocicleta. El mismo
autor
afirmó: «Emanu es un Cristo sin esperanza de resurrección.
Más irrisorio y ridículo que sacrílego.
Sus fracasos, su puerilidad atenúan unas
situaciones que debieran ser chocantes para un público
cristiano».
Ceremonial y rito
Con esas claves, es fácil adivinar que el funcionamiento
y el soporte
estético principal de «El cementerio de automóviles»
se fundamenta en la
forma de la ceremonia. Arrabal ha creado un ceremonial que, a
través de sus ritos, dota de sentido el deambular extraño
de unos personajes que viven en un acto continuo de comunicación
desesperada e imposible. Así, la gran ceremonia del drama
deviene en la ingente tragedia del fracaso, en la impracticabilidad
de futuro alguno.
«El cementerio de automóviles» es una gran
obra para un director como Juan Carlos Pérez de la Fuente,
creador que gusta de los tratamientos rituales en sus espectáculos
y que sabe extraer la esencia escénica de los textos dramáticos
como ha demostrado en otras ocasiones. Una primera imagen subyugante
en donde, con una luz excepcional, se descubren los coches fantasmagóricos.
Siempre queda la huella de los escolapios. Y, sino, que le
pregunten a
Fernando Arrabal, a Juan Carlos Pérez de la Fuente, a
Juan Calzada, a Juan Loriente, a Enrique Bolado o a quien esto
firma.
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