PEDRO BAREA
Un momento de El cementerio de automóviles,. / EFE
Se ha presentado en el Palacio de Festivales de Santander la
última versión
de El cementerio de automóviles, que Fernando Arrabal
(Melilla, 1932)
escribió con poco más de veinte años, y
estrenó en 1957. Para situar El
cementerio...,, hay que recordar que Esperando a Godot, llevaba
rodando
cinco años y que, en el mismo 1957, Samuel Beckett dio
a conocer su Final de partida, o el Acto sin palabras,.
Aquel jovencísimo autoexiliado español tenía
la audacia de enrolarse en la
más rabiosa vanguardia internacional mientras en su tierra
se libraba la
batalla del realismo y el teatro social. No es un estreno total
- ha habido
muchos más Cementerios,,y entre ellos el de Víctor
García de 1977-, pero
la versión de Juan Carlos Pérez de la Fuente recupera
el texto con algunos
aciertos definitivos.
Sigue siendo aquel inquietante libro transgresor vinculado
a la vanguardia
teatral, Artaud, Kafka o Jarry, que proclamó la descomposición,
y por lo
tanto el caos estético y social. El pesimismo, el desgarro
humano, la
crueldad junto al humor sardónico, en un momento histórico
en el que el
asalto a la lógica era alta subversión.
Los muchos aciertos están ahora en la interpretación:
actores nuevos que
tienen ya la costumbre de un teatro que carecía de referencias,
un trabajo
que une palabra y atletismo; aciertos en los objetos con una
iluminación en
tonos azules o violetas -ultravioleta es el color que ya no se
ve- que
evocan desvelamiento, hora límite, crepúsculo o
amanecer; el escenario,
chatarra tecnológica, con una imagen de falso orden que
desdicen las
palabras; y la espléndida banda sonora de Eduardo Vasco,
erotismo y
violencia, animalidad y espíritu, que impregna al público
desde que llega
al teatro.
Fernando Arrabal citó a San José de Calasanz
y a Nietzsche al recibir los
aplausos en el debut del viernes, providencial aniversario del
santo y del
filósofo según el autor.
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