SANTANDER / Pedro Manuel Víllora
El Centro Dramático Nacional estrenó con éxito
en Santander «El cementerio de automóviles»
de Fernando Arrabal, bajo la dirección de Pérez
de La Fuente. La obra, polémica en su día, es un
texto pleno de humor y sarcasmo que narra las últimas
horas de un Cristo contemporáneo.
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Efe Un momento de la representación de anteanoche en Santander
Nadie duerme entre los hierros de la basura urbana. Nadie
descansa. El
ruido se lo impide, el malestar, el frenesí de las conciencias
intranquilas
y perturbadas. Una campana espanta a los sueños, impide
dormir, huir de los demás, de uno mismo. ¿Cómo
no acabar con quien estorba a la quietud y nos impone el ceremonial
de la acción, los ritos para invocar a la vida y ligarnos
a ella?
Santa Teresa nos enseñó que se podía
encontrar a Dios entre fogones y
perolas, y Arrabal lo instala en medio de chatarras. Para ello
ha creado un
universo en el que el desarrollo del drama posee reglas propias.
Pretender
acceder a él con pautas de lectura preconcebidas, sería
absurdo, porque
nada hay más alejado de la cotidianeidad que este ceremonial
que, desde el
principio, nos impone sus ritos. ¿Qué historia
nos cuenta esta obra? Sería
poco decir que narra las últimas horas de un Cristo contemporáneo,
pero hay que decirlo. Es Emanu, trasunto de Enmanuel, un trompetista
que conoce el amor de una mujer que podría ser María
de Magdala, la traición de un amigo que podría
ser Judas, la negación de otro, tal vez Pedro, y su
ajusticiamiento sobre una motocicleta de Policía que,
en el montaje de
Pérez de la Fuente, sustituye a la bicicleta descrita
por el autor.
No es el único cambio. También la escenografía
varía el lugar del automóvil principal, en pos
de la simetría y del peso visual y conceptual. Pero no
es una adulteración sino un enriquecimiento, una potenciación
de las posibilidades de un texto magistral.
Este es un cementerio habitado por proscritos que se comportan
como si
estuviesen en un motel de carretera donde cada coche fuese un
bungalow; los ocupantes invierten su tiempo en dormir, fornicar
y contemplar el drama, la cruz de un mundo donde todos, hijos
de Dios, carecen de un padre en el que refugiarse, porque lo
han perdido. De esa búsqueda nos habla Arrabal, y Pérez
de la Fuente lo ha mostrado con un repertorio de recursos hispánicos,
procesionales, que el espectador reconoce como propios. Así,
ese mantón negro extendido sobre un capó, es el
mismo que hemos visto en Semana Santa, colgando de las rejas
o de los balcones. Así, el humor que nace del sarcasmo,
de la crueldad, del gozo de azotar a un recién nacido,
de la indiferenciación entre el verdugo y su víctima.
«El cementerio de automóviles» fue polémica
en su día, contribuyó a cimentar ese aura de escándalo
que Arrabal considera limitadora de su auténtica hondura.
Hoy, se constata que «El cementerio de automóviles»
es un texto tan asombroso como asombrado, y lleno de preguntas
y de deseos de saber si aún queda algún lugar para
la belleza, algún lugar donde las campanas tañan
de alegría, no doblen por sus muertos. Arrabal dice que
quiere ser santo. ¿A quién, que conozca su trayectoria,
que se fije más en lo que ha escrito que en lo que se
ha dicho sobre él, puede extrañarle?
Bravo por Arrabal, por Pérez de la Fuente, y por un
soberbio reparto,
entregado a su trabajo de crear algo distinto, algo que no existe
fuera de
su escenario y que sólo con ellos adquiere pleno sentido
y entre ellos, por
destacar a uno, que todos lo merecen, háblese de Alberto
Delgado,llamado a ocupar un lugar a gran altura de su personaje.
Y ese escenario, al concluir la representación fue
ocupado por Arrabal para
decirnos que «las cosas ocurren cuando tienen que suceder.
Hoy es 25 de
agosto, (por anteayer), es día de San José de Calasanz
y centenario de
Nieztsche. Para esta obra ha habido direcciones y tramoyas tan
extraordinarias que yo no sabía cuál era mi obra.
Gracias a esta
trascendente interpretación y trascendente dirección,
ya sé cuál es mi obra. Gracias a esta dirección,
este espectáculo es un mito y un hito».
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