domingo 20 de mayo de 2001

 

¡FELIZ!

Por Fernando Arrabal. Escritor


El inmaculado camillero ¡tan parecido a Anelka! me llevó jovial hacia el quirófano, en andas y volandas, a bordo de un alto moisés protegido por gruesos barrotes cromados y relucientes. Mi guía iba vestido de verde limón, como el color de las sábanas que me acunaban, y de la esperanza. Para conducirme se había tocado con un gorro de ducha transparente que hacía juego con su cubrebocas. ¡Qué recorrido tan delicioso! ¿Como el primer circuito turístico que los griegos nombraron ‘teórico’? Para los atenienses la meditación era la teoría (‘theôria’) que oponían a la práctica (‘praxis’). Yo también durante el itinerario hacia la sala de operaciones medité ¿con un júbilo parecido al que experimentó el primer ser humano la primera vez? Pero en plena teoría la ‘praxis’ llevó a mi mente tórridas escenas pornográficas, cuando hubiera debido pensar en las postrimerías.

A menudo, jugando al ajedrez, me canturreo reiterativamente un estribillo que nada tiene que ver con la partida; esta vez me repetía dos versos del poeta-editor y ¡también camillero! Raúl Herrero: "prolongas mis convulsiones/ vernáculo, tabernáculo". Guiado por "mi anelka" la subida en ascensor, idealizada por mi forzosa inmovilidad, se transformó en levitación. Me habían ataviado, antes de inciarse la travesía clínica con una batita casi sin mangas, corta y amarilla. ¿Como vestían los griegos a los enfermos que llevaban de excursión al templo de Esculapio el dios curalotodo? Mi atuendo, como casi todo en este hospital parisiense, llevaba impreso "Assistance Publique" (es decir la antigua Inclusa). En verdad me sentía tan dichoso como el inclusero mimado por las gigantescas manazas - para él- de la hermanita de la caridad. Mi automedonte me condujo por varios pasillos de verbena cristalina e insonorizada. Me embriagaba el perfume pero no conseguía identificarlo. ¿Era un aderezo etéreo de alcohol, alcanfor, jengibre y eter? El ‘coloso’ y también bienaventurado ‘pánico’, por fin, antes de desaparecer me instaló en un alveolo célico con una claraboya radiante a dos metros de mis ojos. Aun sin poder andar recé "la oración peripatética a un dios ateo" que horas antes me había compuesto Jodorowsky. Instalado en la empinada cuna de limbo ¿o era el vientre de mi madre? no sentí ninguna ansiedad. En semejante antesala de sangre y bisturís ¿podía nacer aquella inexplicable euforia?

Sin embargo, las dos veces que viví intervenciones cirujanas parecidas ¡cómo me habían acongojado el dolor y la angustia! Los tres episodios respetaron el ciclo de los veintitrés años, pero ¿por qué este tercer acto era tan opuesto a los dos precedentes?

Para obedecer al rito nacional tuve que dirigirme al público teatral madrileño tres días antes de la intervención quirúrgica. La Pasión, que había visto representada brillantemente me había conmocionado. Pero durante aquellos instantes, solo en escena y con la obligación de hablar a una muchedumbre invisible y desconocida, vislumbraba imágenes de lo que barruntaba como mi inmediata pasión y posible muerte en un hospital francés ¡el primer día de la Semana Santa! No obstante súbita y misteriosamente, en estado hipnótico, me oí concluír las breves palabras refiriéndome a... ¡mi resurrección!

Durante la larga operación no tuve ninguna de las pesadillas que me aterraron hace veintitrés y cuarenta y seis años. Algunas de las cuales las he contado al pie de la letra en obras como "Los dos verdugos".

Mientras me operaban, en sueños, realicé un periplo divino. Un vehiculo deslumbrante me llevó a una velocidad vertiginosa. Recorrí laberintos y selvas exponenciales centuplicándose instantáneamente, galaxias con planetas trapecistas, túneles radiantes entre abismos oceánicos que subían al cielo. No me daba tiempo para verlo todo, pues todo desfilaba rapidísimamente. Flores gigantescas y microscópicas reían a lágrima viva, piedras preciosas y espejos de goma daban saltos por la luna, caleidoscopios con cuernos de rinocerontes se abrían a mí acogedores cuando iba a estrellarme contra ellos. Surgían voces como si conversaran cerca de mí ángeles humanos. Un estruendo sorprendentemente armónico interpretaba la sinfonía del Edén. Lis en otro vehículo (¿encima de mí o debajo? ¿detrás o al lado? ¿cruzándome diagonalmente o cayendo perpendicular desde lo alto?) me siguió un segundo y nos alejamos irremediablemente. Pero sabía que más tarde nos encontraríamos, felices. Samuel vino a bordo de una vaca meteórica. Me explicó algo tranquilamente, pero dada la velocidad sólo oía palabras sueltas. A Lélia, corriendo vertiginosamente a caballo de Freud, tampoco conseguía poder dirigirme a ella. Mi padre como el rayo supersónico salió del pasillo de la muerte del Penal del Hacho. Sabía que íbamos a besarnos en el fondo del firmamento entre cataratas de arena. Desternillandose Didier Khan y Kundera pasaban como bólidos. La nonagenaria volaba a bordo de un cohete supersónico gracias a su perfusión de oxígeno en la nariz. Mientras a ella y a sus tres biznietos la despojaban de su fortuna reía seraficamente convertida en "pobre de solemnidad". Los patafísicos coreaban "bienaventurados los pobres" en un eco que se podía masticar. Yo mismo desaparecía y aparecía irreconocible para mí mismo. Dios me tragaba y me proyectaba. Me sacó de mi supersónico vehículo para colocarme en la palma de Su mano. Sentía que iba a ocurrir algo aún más prodigioso cuando...

...una voz me susurró dulcemente: "Monsieur Arrabal, comment allez-vous?" Reconocí a la anestesista... y tomé tierra. El periplo de iniciación (la ‘theôria’) sólo acababa de comenzar. ¡Qué felicidad!