sábado 19 de enero de 2002

Arco iris para llegar hasta C.J.C. (Elegía)


[La caprichosa música del azar ha hecho coincidir en estos días la muerte de Camilo José Cela y el estreno de «Carta de amor (como un suplicio chino)», la última pieza teatral del novelista, dramaturgo y colaborador de ABC Fernando Arrabal, quien, al igual que sobre el escenario del nuevo espacio escénico creado en el Centro de Arte Reina Sofía volcó anoche las amargas y más íntimas olas de su corazón, evoca en este artículo la figura del maestro desaparecido con tanto amor como admiración]

¡CON qué dolor hoy la Muerte es el tiempo y a la vez la llamada de la misma muerte! Hasta en mi propia cronología se inscribe su fin temporal lo mismo que en la de los demás. ¡Cómo solicita a la Historia y a la Literatura Camilo José Cela ante el pórtico de la gloria!

Hasta ayer fue, entre estrellas y alambiques, el primero de los escritores vivos de la Pléyade universal. Entra en el reino de los muertos con todos los laureles, heroísmos, delirios y apoteosis. Los cuadrantes de los relojes de sol, fraccionados en horas y minutos, sugieren el tiempo moral. Pero ¿es posible que Camilo José Cela se haya ido para nunca más volver? ¿Cómo podremos vivir sin él aquellos que con él tanto quisimos? «Nuestro» fallecido se ha dicho ya del maestro que nos enseñó todo lo que es primordial aprender y de lo que nadie nos instruyó nunca. Se ha repetido ¡ya! que «murió», como si su muerte no se tallara en su inmortalidad. Pero ¿seríamos hoy los que quedamos menos inmortales que nunca? ¿Por qué tuvo que morir Camilo José Cela?

Recibió en alas de los cinceles y del merecimiento los galardones más prestigiosos. El último celebró su obra con la ciencia de las excepciones desde la rebeldía con la pluma, entre delfines y sirenas. El, más que formal, Colegio de Patafísica, le alzó a su más alto pináculo el 20 de abril del año 2001 de este siglo. En el siglo XX izaron tan sólo a dos docenas de insumisos desde Marcel Duchamp, Ionesco y Man Ray hasta Dubuffet y Max Ernst. En el siglo XXI no podía faltar Camilo José Cela entre los mejores, Jean Baudrillard, Umberto Eco y Darío Fo y Edoardo Sanguinetti y Enrico Baj. Con los últimos evocamos las joyas de Cela, hace seis días , el sábado 12 de enero, entre la ciudad del Vaticano, su Castillo de San Ángelo, la Villa Médicis y Velázquez. Aquel Don Diego alumbrando desde la tarima de su maestro el Greco las primeras luces del impresionismo ¡a lo Camilo José Cela! Pero a la muerte de Cela se me cayó la misma losa... soltando las amarras.

Según el Génesis morimos desde que comimos la fruta del Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal. ¿Intento ignorar aquel instante (del 17 de enero a las ocho de la mañana) en que la eternidad se transformó en tiempo y en que el mar se rizó de acero?

Permanezco, en mi murallón, ya, regido por su muerte. Y el poeta preguntó: «¿Dónde está el que más quise? ¿desaparecido?» reflexionando sobre su muerte en meditación individual. Pero sobre lo esencial, ¿sólo cuenta la inteligencia colectiva con sus escopeteros ?

Su testamento será el único discurso para la muerte que pueda auxiliarme. Sus últimas voluntades ¿sabré interrogarlas? Su testimonio ¿me invitará a comprender otros misterios? ¿Con qué revelación va a sosegarme, junto al león de Nemea, sobre el arte de escribir?

Ya es el invisible difunto... pero no puedo llamarle «ausente».

Es el cronista del más allá: el único que sabrá hablarme con conocimiento de ese prado de estrellas en el cual los elegidos maman eternamente el seno de la diosa Nut.

Se aleja de mí, inmortal, para subir al Cielo, al Paraíso, o al inmenso sol del reino de los muertos. Con mis amigos que le precedieron ¡Cómo le acogerán Ionesco y Magritte, Cioran y Picasso, Tristan Tzara y Marcel Duchamp, Beckett y Dalí, Topor y Camus, Max Ernst y André Breton! ¿Quién se deleita con tanto talento allá donde el infinito ruge y la eternidad susurra?

Secreto de su muerte y de la muerte, es el arcano que no me pertenece y que ninguno conoce. Pero su trance, su último estertor me hacen dudar de la inteligencia, de la memoria y de mi propia existencia. Su óbito se resolvió en el instante en el que murió. No duró ni siquiera un segundo de inefabilidad. Cesó de existir ¿Y si con todos los fallecidos hubiera querido llegar el último en el postrero «sprint» al que todos somos convocados? Pero tan sólo para nuestra felicidad, la del campanero y la de la cigüeña.

«Más luz» dijo Goethe al morir ¿sin dar a ello ningún sentido espiritual como se asegura? ¡Oh muerte pensada por Pablo! ¿en dónde se encierra tu derrota? «Querida hermana muerte...». Cuando algo concluye comienza algo nuevo. Me enseña a vivir el que sabe enseñarme a morir en mis chopos y mis arroyos.

¿Por qué murió? ¿Por qué murió tan pronto? En Iria Flavia hay largas avenidas de cipreses ¿conducen a la eternidad? Su entierro anunció mi estreno en orfandad literaria.

Ojalá haya entrado en la muerte con los ojos abiertos y de la mano de su dulcinea que era Marina. ¡Viva la muerte! gritaban anarquistas y legionarios ¿como antífrasis casi mística? ¿o como testimonio de nuestra común ignorancia del sentido de la vida? ¿Su muerte suprime toda gravedad en el huracán y el frenesí?

Cuando iba a morir ¿se dijo: «¡al fin sabré!»? Los dioses del Norte en sus mitologías inventaron el puente que requiere mi dolor para volver a ver a Camilo José Cela, para deambular de la vida a la muerte, y para ir de la tierra al cielo. Este artilugio tiene «tres» colores y nos advirtieron Odín y Thor :

«- Tú lo llamas arco iris».
F. Arrabal