THEATRE :

sábado 19 de enero de 2002

La excepcionalidad de Arrabal

 

Francisco NIEVA de la Real Academia Española


El Centro de Arte Reina Sofía es el más duro y atípico museo que cabe concebir. De todo punto impresionante, deja un recuerdo de Escorial revocado por el terror, evoca una españolada cadavérica del dramaturgo belga Michel de Ghelderode, y es como un «matadero de hidalgos», con tremendas galerías que parece que van a desembocar en el Valle de Josafat. Esa entrada con ascensores acristalados y con pretensiones de Centro Pompidou, no logra camuflar su impronta tremebunda y de «museo de postrimerías», en el que se conservan todos los restos del Juicio Final. Es el museo español por excelencia. Museo camaranchón y lonja de los muertos.
No faltaba sino que algunas de sus dependencias se dedicasen a «teatro de cámara», hoy extensión del Centro Dramático Nacional, cuya sede del Teatro María Guerrero pasa por largas obras de restauración y recuperación. Pero esto ha sido el gran acierto, yo diría que un acierto maravilloso, colosal. No más de sesenta plazas para el público, que se sienta en torno a un ara sacrificial y en un antro iniciático, que puede convertir cualquier texto teatral en una misa solemne. Y el teatro necesita este subrayado ceremonial para ser profundamente teatro, para ser profundamente lo que el teatro es en esencia y que tanto se disimula en esos locales con aires de «boudoir» alto burgués, que son los teatros tradicionales a la italiana.
La noche del viernes pasado ha sido para mí una sorpresa, un choque, un trauma. Se entra allí por un túnel de tela encerada y ya parece que nos van a someter no sabemos a qué tipo de operación. En realidad, aquellas salas lo fueron de disección en el antiguo hospital, y bien merece la pena ver teatro allí, porque el teatro todo se hace para impresionar seriamente.
Entra el público y se mantiene en un silencio de intimidación, entre luces sesgadas y sombras. Espontáneamente se baja la voz y apenas se da pábulo al susurro. Sólo un ambiente así es capaz de calmar y hacer enmudecer al público español. Bien merece la pena pasar por tamaña experiencia de espectador, como la merece lo que viene después.

Un trágico monólogo de Fernando Arrabal, «oficiado» ¬como sacerdotisa suprema¬ por María Jesús Valdés, algo de veras especial. Gran autor y gran actriz. Antes de que la crítica haga público su veredicto, yo me apresuro a remarcar las impresiones de esa noche, de muy segura impronta para mí, porque siempre ha contado Arrabal con mi admiración, desde su primera novela y sus primeras piezas en francés.
Alberto de Mestas, agregado a la embajada de París, me vino contando un día algo tan extraordinario como esto:
¬«Se ha recibido en la embajada la carta de un muchacho, que se encuentra hospitalizado y solo en París y reclama como último deseo ¬pues cree que va a morir¬ una caja de bombones y un cura español».
Y este era Arrabal, el joven Arrabal, de una personalidad arrolladoramente española, que despertó una gran curiosidad en la sociedad literaria y teatral parisina. Y es de esos pocos españoles que han logrado encontrar allí la mejor caja de resonancia para lo particular de sus ideas estéticas. Esta es medalla que nadie le puede disputar, esa fama batida y espumosa, de la que han podido gozar lo mismo Raquel Meller que Pablo Picasso.
Pero lo que más distingue a Arrabal es lo profundo de su españolía trágica y convulsa, maravillosa fatalidad, cruda originalidad, que yo compulsaba la otra noche, pensando que su «Carta de amor» (Como un suplicio chino) se estrenaba a pocos metros de distancia, colindando con el «Guernica», en ese edificio estremecedor. Ahí tenemos al Arrabal más profundo, en esa larga y catártica confesión, en ese oficio de tinieblas de todo punto estremecedor, monolítico, y tan intenso al principio como al final, y contra lo que nada pueden ni las formas ni los preceptos, vencidos por la simple emoción. Bien vale la pena conocer el fondo más íntimo de este escritor en esta pieza breve y en ese breve espacio, como transido de espíritu y dolor.
Lo más emocionante de Arrabal es sin duda esa fragilidad de ser humano, expresada con voz tan magistral y tan «de vuelta» de sí mismo. Parece otro Arrabal, pero es el más auténtico, el que merece más confianza y admiración. Arrabal, laureado por la Academia Francesa, es hoy por hoy el dramaturgo más español que cabe darse. Arte y verdad se dan aquí la mano. Antes de anoche recibí muy parecida impresión a la que se siente en el Louvre, cuando entramos en las salas de pintura española, y cuando nos encontramos con «cojito» de Ribera y los niños angelicales y piojosos de Murillo y la sibila con «caramba», que es la Marquesa de la Solana por Goya. Arrabal ya está en esa onda inconfundible.
Arrabal en esta ocasión, ayudado por la atenta y devota mano de su director de escena, se ha subido lindamente a una peana de estimación, de la que será difícil desplazarlo.
¬«No hay autores, no hay autores» se dice en el medio teatral aborigen, se dice incluso con mala intención «para unos y para otros». Pero ¿quieren ustedes más? No salen autores españoles como los tomates de huerta y son siempre toda una excepción. Aquí la tenemos, aquí está, justo es que la reconozcamos y agradezcamos su excepcionalidad.